CUATRO




    Se ha asustado en ese cruce, ni siquiera se había dado cuenta de que la preferencia no la tenía él hasta que ha llegado al siguiente cruce y también ha visto un ceda el paso pintado en el suelo acompañado de una señal con unas pegatinas un grupo político de extrema derecha, que algún niñato alocado pegó en una noche de borrachera. Esta vez ha parado, aun a sabiendas de que no venía nadie, para intentar relajar a su corazón de ese inesperado suceso. Iba demasiado rápido. Está muy enfadado, pero eso no debería ser la excusa para fastidiar aún más esa noche de viernes.

Trata de relajarse, pero a su cabeza le van las imágenes de lo que ha sucedido minutos antes. Había entrado en el portal de su amigo Félix sin llamar al telefonillo, estaba ya abierto, había subido dos escalones cuando se daba cuenta de que había olvidado en el coche el juego de Oblivion para x-box que iba a prestarle a su colega. Había ido antes para eso, así podrían enchufarlo y le explicaba un poco cómo iba, le daba un par de trucos y quién sabe, lo mismo hasta mataban a un par de orcos. Es un friki. Sonríe y gira sobre las puntas de sus pies y sale otra vez a la calle. Se veía reflejado en el gran espejo que decora el lateral de la puerta del portal. Se ha hecho por primera vez patillas aquella tarde y volvía a mirarse, más de cerca, primero un lado y luego el otro de la cara. Después de frente y llegaba a la conclusión, como había llegado antes en su casa, de que una era más larga que la otra. Pero no por mucho. Esperaba que nadie se diera cuenta. Inspira aire y se encoge de hombros antes de colocarse mejor la parca verde y meter las manos en los bolsillos laterales, que no están ni a la altura de la cintura ni en el pecho, sino entremedias. Se miraba, satisfecho de su nueva imagen mod y comprobaba que a él le sienta mucho mejor ese abrigo que a su hermano, porque es más guapo. Se giró hacia la puerta y miró el pomo, si no sacaba las manos de los bolsillos no abriría, a pesar de tener que terminar con aquella imagen de tipo misterioso. Mejor eso que parecer tonto. Hasta él mismo se reía de lo estúpido de la situación.

Había caminado de nuevo hasta su coche y abierto el maletero para sacar el juego. No había aparcado muy lejos, por raro que pareciese en esa zona de Madrid. Estaba seguro de que eso había sido un verdadero golpe de suerte. No podía estar la suerte más de su parte, aunque minutos después… ya no pensara lo mismo.

Volvía sobre sus pasos desandados sobre aquella acera de baldosas grises de pequeños cuadrados que abunda en las calles de la capital, silbando una melodía desconocida que no estaba seguro de haber escuchado antes o de estar inventándosela. Giraba en la esquina a metros del portal y, cuando dejaba de mirar al suelo, se sorprendía de lo que su suerte le tenía preparado. 

¿Suerte o casualidad? Él había decidido ir allí antes, sin avisar. Eso era casualidad. Había encontrado aparcamiento a escasos metros en la calle perpendicular. Eso era suerte. El portal estaba abierto, casualidad. El juego se le había olvidado… mala suerte. ¿Y lo que estaba viendo? ¿Eso qué era?

En el portal, Félix y Diana estaban abrazados y jugueteando como enamorados. Ella se lanzaba a besarle y él se apartaba hacia detrás para hacerla de rabiar. Cuando ella se hacía la molesta era él quién la besaba en los labios. Y, a la vez, cerraban los ojos disfrutando de un beso que ambos deseaban darse. La respiración de Gonzalo se entrecortaba mirando desde donde sus pies habían decidido dejar de caminar.

¿Qué iba a hacer? Iba, les saludaba y les pedía explicaciones. No sabía ni cómo. ¿Qué era lo que tendría que decirles? ¿Qué excusa tenían para hacer eso? ¿Por qué no se ha esperado? ¿Por qué ha tenido que verlo? Se giraba otra vez hacia el coche, enfadado, idiota. Sentía cómo estaba haciendo el tonto. Antes de llegar al coche, el cerebro le daba una orden: “Acércate, diles que qué hacen, hazles sentir mal”. ¿Pero cuánto mal se iban a sentir? A lo mejor nada, él era el único que sufriría. Un paso más hacia el coche: “¿Y ya está? ¿Los vas a dejar así?”. No estaba seguro de nada. 

—No es mi chica—decía ya en alto, como si así se lo fuese a creer más.

Y no lo era, Diana no era su chica. Pero sí era la chica por la que había perdido la cabeza desde hacía meses. Esa por la que hacía hasta la última gilipollez. Esa por la que había hecho cosas que ni le apetecían, esa chica a la que había aguantado hasta dónde jamás pensaría que iba a aguantar. Esa chica por la que todos sus amigos sabían que lucharía, incluido Félix…

Un pitido corto le sacaba de sus pensamientos, en los que comenzaba una pequeña lucha interna contra su amigo. Era su iPhone que vibraba en el bolsillo derecho de su abrigo. Lo sacaba confundido.

          ¿Cuánto te queda, tío? 

Aquel bocadillo verde en el whatsapp le superaba. Era un mensaje de Félix. ¿Cuánto me queda para qué? Cerró los ojos de rabia y diez segundos después, sin haberse tranquilizado lo suficiente, se montaba en el coche.





En la radio comienza La reina del muelle de Los Flechazos y lleva más de medio minuto parado en ese cruce. Un coche detrás de él con un conductor que no entiende por qué tiene la negra en cada cruce al que llega esa noche, de coches parados sin razón, pita desesperado soltando improperios que nadie escucha tras los cristales de las lunas.



No hay comentarios:

Publicar un comentario